El domingo, las vecinas del campo, Pepa e Inma me regalaron una montaña de esparto.
Daba saltos de alegría.
Lo cogió su abuelo, Amador, en los noventa; está perfecto, un señor esparto, fino y largo, cuidadosamente atado y ordenado. ¡Qué maravilla! También había manojos tintados.
Un tesoro para un espartero.
Lo primero que he hecho con él han sido dos bolsos, con franjas tintadas y el asa tintada también, casi iguales. Jamás se pueden hacer dos idénticos, es la magia.
Inma y Pepa son mellizas.
Pasearán, (si quieren, claro), con el esparto que recolectó su abuelo Amador, que guardó haciendo honor a su nombre, sin saber que ya no lo tejería, sin saber que, 30 años después, se ha tejido para sus nietas.